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Hay canciones que no necesitan un mapa para situarnos en un lugar preciso. «La Bestia», el reciente sencillo de Coral suena a una madrugada en la que la ciudad se vuelve cómplice, donde cada semáforo parpadea como una advertencia y los edificios parecen observar. Salim Vera y Alberto Fernández crean un paisaje sonoro donde la arquitectura se deforma con las emociones, donde las luces de neón pueden ser tan seductoras como amenazantes. No es solo una canción: es un recorrido por calles que no olvidan.
Desde el primer golpe de bajo, se siente el peso de algo que se avecina. La instrumentación avanza con una precisión casi cinematográfica, dibujando escenas en las que el peligro y la atracción caminan de la mano. La voz de Salim Vera juega con esa dualidad, susurrando y conteniéndose antes de ceder ante la intensidad. Es un reflejo del instinto que nos empuja hacia lo desconocido, hacia lo que asusta pero también seduce.
El videoclip refuerza esa sensación. No es un simple acompañamiento visual, sino un elemento que amplifica la experiencia. Las imágenes se deslizan entre el vacío y la sobrecarga sensorial, como si la ciudad misma respirara junto a la canción. Coral entiende el poder de lo visual tanto como el de lo sonoro, y en «La Bestia» ambos elementos se alimentan mutuamente hasta borrar la línea entre realidad y percepción.
Este no es un sencillo que busque respuestas. Al contrario, deja preguntas flotando en el aire, invitando a recorrer sus esquinas con la sospecha de que algo nos observa de vuelta. Coral ha creado un espacio donde el deseo y el peligro conviven en un equilibrio precario, una pista de baile imaginaria en la que el pulso nunca termina de apagarse.
Cuando la canción llega a su última nota, la ciudad sigue allí, expectante. Lo que antes parecía un lugar inofensivo ahora se siente distinto, como si algo hubiera cambiado en su interior. O quizá en el nuestro.
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